Eutanasia
y/o suicidio médicamente asistido. ¿Incompatible con los trastornos mentales?
Sergio
Ramos Pozón (a) y Bernabé Robles del Olmo (b)
aa)
Universitat de Vic. sergio.ramos@uvic.cat
bb)
Parc Sanitari
Sant de Déu. Universitat Ramon Llull. Barcelona. b.robles@pssjd.org
Ramos
S. Y Robles B. Sobre el suicidio
médicamente asistido y la eutanasia en salud mental. En: Román B., Cagigal
G., y Esquirol J. (ed.) Comunicaciones. VII Congreso Internacional sobre Filosofía y Salud mental. 2017.
pp. 52-68. ISBN: 978-84-697-7985-9. Disponible en: http://aporia.cat/wp-content/uploads/2016/03/VII-Congreso-Internacional-de-Bio%C3%A9tica.pdf
(
Resumen
Este artículo
quiere reflexionar críticamente sobre la posibilidad de que un paciente con un
trastorno mental solicite la eutanasia y/o el suicidio médicamente asistido.
Para ello, vamos a detenernos en tres conceptos fundamentales para la
aceptación –en aquellos países donde se permiten- de tales procedimientos
médicos, como son la competencia, el
hecho de que sea una patología incurable y
que la persona esté en una situación de sufrimiento
insoportable. En segundo lugar, analizamos el caso de la depresión crónica
resistente a los tratamientos, dándose argumentos a favor y en contra de una
demanda eutanásica. Esto nos llevará a analizar detalladamente el argumento de
la pendiente resbaladiza, viendo si
efectivamente es o no un argumento.
1.-
Introducción
Este
trabajo pretende ser una ampliación y aclaración de un artículo que será
publicado en breve en la Revista Folia Humanista.
Allí analizábamos la controversia de la gestión de la propia vida y los trastornos mentales, haciendo
principal énfasis en las personas que padecen trastornos mentales. Nuestra
finalidad residía en reflexionar sobre si la
presencia de un trastorno mental, por sí solo, es un criterio relevante en la
toma de decisiones sanitarias con impacto en la vida biológica. Partíamos del
criterio de competencia para la toma de decisiones clínicas, como el barómetro
para medir la petición. Finalizábamos el trabajo dando argumentos tanto a favor
como en contra sobre la posibilidad de que un paciente con una depresión
crónica y resistente a los fármacos, pero con competencia para tomar
decisiones, solicitara eutanasia o suicidio médicamente asistido.
Pues bien, en este artículo defenderemos las mismas
ideas, partiendo de lo allí dicho. Ahora bien, en primer lugar y, basándonos en
una definición de eutanasia, haremos especial énfasis en las variables
“patología incurable” y “sufrimiento insoportable”. La finalidad, por lo tanto,
será la de entender y comprender mejor, así como la de aceptar-rechazar de
manera más rigurosa las peticiones de eutanasia y/o suicidio médicamente
asistido.
En segundo lugar, reflexionaremos críticamente en torno a
la posibilidad de que se dé o no –y en tal caso, si es lícito o no- el
argumento de la pendiente resbaladiza.
2.-
Algunas aclaraciones conceptuales: competencia, patología incurable, y
sufrimiento insoportable
Cuando
hacemos alusión a la eutanasia nos
referimos a aquellos procedimientos médicos realizados a petición expresa,
reiterada en el tiempo y competente
de un paciente que padece una enfermedad incurable que le produce un sufrimiento inaceptable e intratable, y
que tiene por objetivo poner fin a su vida biológica de manera eficaz, segura y
directa. Por su parte, el suicidio médicamente asistido tiene la misma
finalidad, con la excepción de que el profesional proporciona únicamente los
medios (intelectuales y/o materiales) para que el paciente pueda llevar a cabo
el acto.
A
continuación, analizaremos tres aspectos que se mencionan en tal definición y
que, sostenemos, son la base para la aceptación-rechazo de peticiones
eutanásicas o de suicidio médicamente asistido, a saber: competencia, patología
incurable, y sufrimiento insoportable.
Veámoslas.
Al
referirnos a la “competencia” hacemos mención a que es el “estado de un paciente que puede,
legítimamente, participar en la toma de decisiones respecto al diagnóstico y
tratamiento de su enfermedad, porque posee las aptitudes y habilidades psicológicas
necesarias para garantizar que su decisión es expresión de un grado suficiente
de autonomía personal”.
Pues
bien, se requiere un análisis riguroso sobre la competencia para la toma de
decisiones en aquellas decisiones controvertidas si deseamos respetar a los
pacientes para que tomen decisiones responsables y coherentes, así como evitar
un hiperautonomismo, es decir, dejar
libremente decidir al paciente sin asesoramiento ni conocimientos suficientes
de la situación clínica, al precio de su bienestar.
Creemos que una de las mejores metodologías
para valorar el grado de competencia es el MacArthur
Competence Assessment Treatment (McCAT-T). Se trata de una entrevista semiestructurada que analiza las áreas de
comprensión, apreciación, razonamiento y
elección de una decisión.
Pese a ser una buena herramienta, opinamos que es sensato tomar, adicionalmente, algunas premisas para no incurrir en
falacias y/o discriminaciones a la hora de valorar la competencia de los
pacientes.
Deberíamos
tener una cierta cautela en varios aspectos. a) Presuponer que los pacientes son competentes para la toma de
decisiones, salvo en situaciones muy evidentes; b) su valoración ha de estar enfocada a una tarea específica, un contexto concreto y un momento
determinado; c) la competencia puede ser fluctuante; d) la gravedad de la decisión determina el “grado” de competencia exigible; e) la elección A, B… no es “incompetente”, quien
está o no competente es una persona y para una decisión concreta; y f) las herramientas que se utilicen para valorar la
competencia sólo vendrán a ser consideradas como un instrumento más.
Aunque, ciertamente, puede ser muy discutible este
enfoque de la competencia y su correspondiente valoración, simplemente deseamos
dejar constancia sobre qué puede implicar y definir dicho término.
Ahora bien, hay otros conceptos en
la definición de eutanasia y suicidio médicamente asistido que pueden ser de
gran importancia para una mayor comprensión y/o aceptación. Estos son los casos
de patología “incurable” y de “sufrimiento insoportable”. No obstante, no queda claro, ni en las legislaciones que
permiten tales actuaciones médicas ni en la literatura científica, si es
preciso que se den ambas variables simultáneamente o que si, por el contrario,
bastase sólo una (y en tal caso, ¿cuál debería prevalecer?).
El
primer concepto que queremos analizar es el de “patología incurable”.
Sostenemos que “patología incurable” no
debería ser necesariamente una patología terminal, con lo cual permitiría
que más personas tuviesen derecho a pedir tales demandas de auxilio –con el
posible peligro de la pendiente
resbaladiza que ello implica-, siempre y cuando cumplan con los criterios
establecidos. De hecho, para ser más precisos, debería ser aún más prioritaria,
desde un punto de vista ético, esa
aceptación de petición por parte de una persona en situación no terminal, pues
casi total certeza estará más tiempo con el sufrimiento
insoportable.
En
cualquier caso, en los intentos de definir qué patologías son o no incurables,
la Dutch Psychiatric Association, desde una visión más integral,
reivindican que cada opción terapéutica ha de compartir los siguientes
criterios: 1) ha de ofrecer una real perspectiva de mejora; 2) ha de ser posible
la administración de un tratamiento adecuado en un período razonable de tiempo;
y 3) ha de haber un balance razonable entre los resultados esperados y las
cargas de las consecuencias del tratamiento para el paciente.
Si
una propuesta terapéutica no puede proporcionar estos criterios para una
condición patológica, cabe replantearse si hay o no opciones viables de
tratamientos, esto es, si hemos de considerarla como “intratable” o no.
Por último, en cuanto al “sufrimiento insoportable”,
previamente sería pertinente distinguir, aunque sea brevemente y de manera
conceptual, entre “dolor” y “sufrimiento”. El Diccionario de la Real Academia
Española define “dolor” como “sensación molesta y aflictiva de una parte del
cuerpo por causa interior o exterior”; y también “sentimiento de pena y
congoja”. Por su parte, “sufrimiento” es comprendido como “padecimiento, dolor
y pena”.
En
cuanto al “dolor”, parece enfocarse a cuestiones biológicas (cuerpo) aunque la
segunda interpretación deja la puerta abierta a otras variables (psicológicas,
espirituales, etc.). En relación al “sufrimiento” no especifica ninguna
variable fisiológica.
Ahora
bien, esta distinción no es nítida, ni tan siquiera conceptualmente. Algunos
autores incluso alegan que todo dolor es, por definición, parte del
sufrimiento, ya que constituye una frustración de las tendencias inherentes de
nuestro propio ser.
Y aquí reside una gran dificultad, pues, tal y como han recogido algunos
críticos,
este término entraña la dificultad de distinguirlo del concepto “dolor”. En
efecto, resulta una tarea ardua medir y/o definir satisfactoriamente de manera
universal (objetiva) ni tan siquiera mediante categorías. Además, el
sufrimiento remite a una gran variedad de experiencias, las cuales están
intrínsecamente relacionadas con el contexto (cultural y social) que determinan
las posibles interpretaciones.
No es nuestra intención realizar una exposición
defendiendo o contradiciendo dicha tesis, sino más bien poner énfasis en el
hecho de que tanto el dolor como el sufrimiento pueden ser motivos sustanciales,
que alegan tanto profesionales como pacientes, para considerar una petición de
eutanasia y/o suicidio médicamente asistido. Pese a ello, sí que deseamos
analizar con más detalle el “sufrimiento insoportable.
A
primera instancia, podríamos aludir a que el término “insoportable” se refiere
a una condición subjetiva, algún contexto que el propio paciente no considera
digno de ser vivido porque le provoca mucho padecimiento. Sin embargo, es obvio
que resulta muy difícil objetivar esta perspectiva porque contempla variables
“bio-psico-sociales” con diferentes connotaciones. Incluso podemos observar
cómo entre los diversos afectados por la decisión (profesionales, familia del
paciente y el propio paciente) se dan una multitud de motivaciones y maneras
diferentes de concebir la situación.
En
cuanto a la definición en sí, Marianne Dees et al
proponen que se trata de un sufrimiento insoportable aquella experiencia
profundamente personal de una actual o inminente amenaza a la integridad o vida
de una persona, la cual tiene una duración significativa y un lugar central en
la mente (mind) de la persona.
Eric
Cassell
también pone el acento en la amenaza a la integridad y/o la existencia de la
persona, lo cual requiere una percepción tanto del futuro como del pasado. Y
esto, obviamente, sólo se puede conocer si se pregunta a la propia persona. Esto
le lleva a indicar unas características muy concretas, a saber:
1. El sufrimiento es
personal: no abarca únicamente la angustia en
sí, sino también su significado. Y, sobre todo, es algo que le ocurre a las
personas y no a los cuerpos.
2. El sufrimiento es
individual: aquello que causa sufrimiento a
una persona puede no infligirle a otra.
3. El sufrimiento siempre
implica un conflicto con uno mismo:
una persona puede ceder ante el sufrimiento, mientras que otra opte por
combatirlo. Esto podría conllevar que la persona intente desear ser como otra,
es decir, aquel que optase por sucumbir ante el dolor pero en el fondo desearía
ser más fuerte y luchar.
4. El sufrimiento siempre
implica la pérdida de un objetivo fundamental:
en situaciones de sufrimiento, las personas focalizan su atención en la raíz
del sufrimiento.
5. El sufrimiento siempre
es solitario: tiene su origen dentro del
individuo y difícilmente es compartido con otros.
Dees
M. et al.
han sugerido una aproximación a la concepción de “sufrimiento insoportable” y
se centran en la experiencia personal, subjetiva, de una amenaza inminente,
real o supuesta para la integridad o la vida de la persona, que tiene una
duración significativa y un lugar central en la mente de la persona.
Ahora
bien, es frecuente hallar en la bibliografía que ese sufrimiento implica más
variables. Por ejemplo, Marianne K Dees, et al.
consideran que pueden contemplarse cuestiones biológicas,
psicológicas-emocionales, socio-ambientales, y existenciales o espirituales.
Para ello, esbozan hasta 21 categorías
distribuidas entre dichas variables.
Así
pues, se mencionan cuestiones de fatiga, dolor, rechazo, sentimientos negativos,
pérdidas del propio yo, miedos de
futuros sentimientos, dependencia, desesperanza, pérdida de autonomía,
sentimientos de ser una carga, soledad, etc. En dicho estudio, se confirma que
la variable más repetida por los pacientes es la desesperanza, lo cual indica
el fuerte componente subjetivo y psicológico. A su vez, los sufrimientos
derivados de aspectos médicos son menos importantes para los pacientes.
El estudio de Marianne Dees et al. también examina
variables “bio-psico-sociales” en términos de dolor, debilidad, afectación
funcional, dependencia, sentimientos de carga para los otros, desesperanza,
indignidad, deterioro intelectual, percepción de pérdida de sí mismo y de
autonomía, y sentimientos de estar cansados de vivir. En cualquier caso, indican
que el punto central en el que el sufrimiento se convierte en insoportable es
algo meramente subjetivo, guardando una estrecha relación con la personalidad,
su historia de vida, factores sociales y motivaciones existenciales.
Ahora
bien, pese a que la bibliografía ha detectado estas variables como algo
“fiable”, frecuentemente hallamos que no hay un acuerdo entre pacientes y
profesionales sobre qué constituye esencialmente un sufrimiento insoportable.
En efecto, cuando se hace mención a ese sufrimiento, los pacientes ponen más
énfasis en el sufrimiento “psico-social” (miedo a la dependencia, no poder
participar en las actividades de la vida cotidiana, sufrimiento mental debido
al deterioro físico, etc.), mientras que los profesionales sanitarias se centran
en las cuestiones biológicas (dolor severo). Además, los profesionales piden a
los pacientes coherencia con sus actos (ha de actuar de tal manera que sus
actos denoten “sufrimiento”). Sea como fuere, esta discrepancia ya indica que
tanto pacientes como profesionales ponen el acento en distintas variables, lo
que implica, por consiguiente, una discrepancia conceptual.
Ahora
bien, también esa desavenencia puede ser una oportunidad para generar un
diálogo, sincero y empático, para observar esos valores que subyacen, esos
“valores ocultos” que propician una relación asistencial más humana y sincera.
Lo
importante en las peticiones de eutanasia y/o suicidio médicamente asistido es
la de valorar la argumentación y consistencia de los argumentos aportados por
los pacientes. Y es que es significativo tener claro que la tarea de la
bioética –y por tanto el de la toma de decisiones clínicas en situaciones de
incertidumbre- ha de ser la de valorar el cómo y el por qué una persona hace
tal petición. En ningún caso, los clínicos deberían cuestionar los valores de
la persona.
Una persona puede estar en una
situación clínica que le conlleve mucho sufrimiento y que condicione su
proyecto de vida, hasta tal punto que en el fondo reivindique una condición digna
(en ese caso, una muerte digna).
2.- Sobre la petición de eutanasia-suicidio médicamente
asistido en pacientes con depresión crónica y resistente a los tratamientos
En
países como por ejemplo Bélgica, Holanda o Luxemburgo está permitida la
eutanasia, mientras que en algunos estados norteamericanos (Oregon, Montana,
etc.) el suicidio asistido está despenalizado. Las definiciones sobre dichos
actos suelen ser muy parecidas.
Ahora
bien, sostenemos que todo intento de definir tanto la eutanasia como el
suicidio médicamente asistido debería compartir dichos criterios
terminológicos. Que hayan de darse los criterios de “patología intratable” y
“sufrimiento considerable” es algo que no se ha establecido como decisivo.
Opinamos que de manera forzosa han de darse las dos variables. Por un lado,
deberíamos intentar tratar la patología –desde una perspectiva razonada y
razonable, con posibilidades reales de logro y durante un tiempo sensato- para
ver si así disminuye el sufrimiento. Por otro, sería preciso poner más atención
a cómo y por qué la persona está sufriendo, pues esto podría ser más difícil
reducir o eliminar. Dicho sufrimiento podría tener connotaciones
bio-psico-sociales, de modo que se tendría que analizar rigurosamente cómo
afecta y si es posible hacer algo al respecto con lo que paliarlo.
En
qué pongamos el acento –si es preciso ambos o si sólo uno- puede hacer aparecer
el argumento de la pendiente resbaladiza,
ya que podrían darse aceptaciones de eutanasia y suicidio médicamente asistido
en personas que quizás no deberían.
A
nuestro juicio, este argumento resulta falaz, siendo más un “mito” que no una
realidad.
La pendiente resbaladiza sostiene que si aceptamos A (aceptable desde un punto de
vista ético), se producirían necesariamente B, C, D, etc., (que serían
reprochables). Pues bien, si delimitamos de manera consistente qué entendemos
por eutanasia y/o suicidio médicamente asistido, no necesariamente se deberían
aceptar casos que no sean iguales.
Ahora bien, sería irreal sostener que con una legislación y clasificación aún
más precisa sobre qué significa y bajo qué condiciones se tuviesen que cumplir
esos supuestos prácticos, jamás se aceptarían prácticas eutanásicas que
pudiesen ser censurables desde un punto de vista ético.
Quizás lo interesante de esta cuestión no es si hay o no un aumento, sino si
son o no legítimas tales peticiones. En tal caso, lo que podría ser criticable
sería la decisión –no la eutanasia- del profesional. Por eso, también podría
ser muy útil una legislación que reconociese un proceso mucho más transparente,
justificando y notificando a qué persona se le aplica (y dejando claro que
cumple con los criterios bio-psico-sociales que permiten dichas prácticas) y
por qué razones es justificable su aplicabilidad.
Sea
como fuere, habría que tener en cuenta unas variables que pueden hacer llegar a
entender el mecanismo de la pendiente, sin que por ello resulte necesariamente
un hecho malo.
Por
un lado, hay que tener en cuenta que en el momento en el que se despenaliza una
práctica médica que algunas personas están esperando, resulta obvio que habrá
un pico de demandas de petición de ayuda. Esto no necesariamente será malo,
sino simplemente la constatación de que todas las personas que compartan los
criterios se podrán aferrar a esa oportunidad. En tal caso, ese aumento no
indicaría nada sobre la maldad de la praxis médica.
Por
otro, hay muchos temores de que a pacientes psiquiátricos (como por ejemplo
demencia; o depresión crónicas y
resistentes a tratamientos)
se practiquen estas prácticas, lo que constataría el “deslizamiento” por la
pendiente. Tal y como entendemos por eutanasia y suicidio médicamente asistido
en este artículo, el diagnóstico psiquiátrico no implica de suyo que no puede pedir dicha demanda.
En
efecto, en ambos casos deberíamos
evitar la aceptación de peticiones de personas con depresión aguda o duelo
intenso reciente, ya que encontrarán muchas dificultades para pasar el umbral
de la evaluación de la competencia, ni tampoco la reiteración de dicha demanda.
Además, es obvio que para tales situaciones, es tangible la posibilidad de
poder llevar a cabo algún tipo de tratamiento (farmacológico, psicológico,
etc.) con ciertas garantías de éxito.
Ahora
bien, para el resto de patologías psiquiátricas, los requisitos imprescindibles
deberían ser los mismos que para cualquier otra enfermedad. Por el contrario,
estaríamos discriminando a una persona sólo por el mero hecho de tener un
diagnóstico psicopatológico. Esto implica una rigurosa evaluación del “caso por
caso” y quizás habría que poner más énfasis en la valoración de la competencia
de la persona para dejar claro si la persona puede o no puede tomar decisiones
por sí misma.
En
particular, esta cuestión ha sido introducida en el debate sobre la eutanasia y
el suicidio médicamente asistido en pacientes con depresión crónica, sin
respuesta al tratamiento, con un sufrimiento insoportable, el cual ha sido
prolongado durante años y que solicitan dichas prácticas médicas. A modo de
resumen, quienes rechazan tal petición se aferran a a) la carencia de competencia para la toma de decisiones; b) la posibilidad de hallar en un futuro
nuevos tratamientos más efectivos; y c)
la posibilidad de haber sido mal diagnosticado y por tanto haber errado en el
abordaje terapéutico. Se podría argüir, incluso, que antes de aceptar la
eutanasia, la persona –desde su libertad y competencia- tiene la opción de
suicidarse, dejando de condicionar ni obligar a los profesionales a cometer un acto
que, probablemente, no compartan.
Los
partidarios de aceptar estas prácticas médicas consideran que a) la depresión no necesariamente conlleva a la incompetencia para decidir; b) negarle tal derecho por tener
“depresión” es estigmatizar y discriminar en base a un diagnóstico; c) esperar a un posible tratamiento más
efectivo es condenar al paciente a su situación a expensas de “futuro mejor”
que no se sustenta en perspectivas realistas; y d) la calidad de vida está deteriorada, resultando pues indigna.
También
el debate ha comenzado a surgir en personas que tienen demencias. En este
contexto, la dificultad reside en analizar si es competente o no, y si es
voluntario. A su vez, el sufrimiento insoportable que deberíamos analizar
reside en el hecho de que en el futuro la persona estará en una situación
indigna (cambios conductuales, sin reconocimiento de otros ni de sí, etc.),
algo que, al menos teóricamente, se
podría abordar psicológicamente de manera previa, aunque tampoco resultará una
tarea sencilla. En este contexto, la elaboración de un documento de voluntades
anticipadas o un proceso asistencial basado en la planificación anticipada de
las decisiones pueden ser una gran oportunidad para abordar algunas futuras
situaciones socio-sanitarias indeseables.
Como
decíamos, en estos países es una oportunidad que tienen las personas, pero no
todos los pacientes pueden ejercerla, pues han de cumplir de forma precisa con
los criterios que cada normativa jurídica recoge. Que queramos ampliar estas
prácticas médicas a una mayor variabilidad de pacientes es un tema ético. Que
queramos negar el derecho a las personas por tener un diagnóstico psiquiátrico
–sin una justificación debida-, es un tema inmoral. Si algún día tanto la
eutanasia como el suicidio médicamente asistido llegan a ser una opción viable
en nuestro país, casi con certeza deberemos replantearnos muchas de estas
cuestiones.
Conclusiones
Sostenemos que todo intento de definir tanto la eutanasia
como el suicidio médicamente asistido debería compartir dichos criterios
terminológicos. Que hayan de darse los criterios de “patología intratable” y
“sufrimiento considerable” es algo que no se ha establecido como decisivo.
Opinamos que deberían de darse las dos variables. Por un lado, hemos de
intentar tratar la patología –desde una perspectiva razonada y razonable, con
posibilidades reales de logro y durante un tiempo sensato- para ver si así
disminuye el sufrimiento y podemos tratar los signos y síntomas de la
enfermedad. Por otro, sería preciso poner más atención a cómo y por qué la
persona está sufriendo, pues esto podría ser más difícil reducir o eliminar.
Dicho sufrimiento podría tener connotaciones bio-psico-sociales, de modo que se
tendría que analizar rigurosamente cómo afecta y si es posible hacer algo al
respecto con lo que paliarlo.
Además, toda petición ha de compartir los requisitos
inexcusables de que se trate de decisiones voluntarias, reiteradas en el tiempo,
y en plena competencia para la toma de decisiones sanitarias.
Sostenemos
que en las peticiones de eutanasia y/o suicidio médicamente asistido deberíamos
valorar consistentemente la argumentación y estabilidad de los argumentos
aportados por los pacientes. Para ello, es importante adentrarnos en los
motivos, razones y deseos de la persona en cuestión, haciendo un ejercicio
crítico de alejamiento, por parte del profesional, de sus propias convicciones.
En
esa tarea, no tendríamos que estigmatizar y discriminar a las personas con
trastornos mentales sólo por el hecho de tener un diagnóstico clínico. Como a
cualquier otro tipo de paciente, se debería evaluar la competencia, la
patología incurable y el sufrimiento insoportable. Asimismo, ha de darse una
valoración del “caso por caso” y no partir de a prioris que discriminan mediante categorías diagnósticas. Y es
que rechazar, sin valorar consistentemente y de manera singular los casos, por
miedo a una posible “pendiente resbaladiza”, resulta algo injusto y
discriminatorio hacia las personas. Este es el caso de los trastornos mentales,
concretamente la depresión crónica y resistente, así como las demencias. Y es
que sostenemos que la mayoría de argumentos de sospecha de “pendiente
resbaladiza” se basan en que despenalizar la eutanasia es entregar un poder a
los médicos sobre la vida y la muerte de los otros; sin embargo, a nuestro
juicio, en realidad se trata de darle la opción a los pacientes de poder
decidir, aunque también bajo una mirada apoyo y decisión compartida con los
profesionales.
Y
es que es muy importante tener claro que la tarea de la bioética –y por tanto
el de la toma de decisiones clínicas en situaciones de incertidumbre- ha de ser
la de valorar el cómo y el por qué una persona hace tal petición. En ningún
caso, los clínicos deberían cuestionar los valores de la persona.
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En
Holanda se debate sobre la posibilidad de que personas ancianas por motivos de
“cansancio vital” o personas que tienen un “sufrimiento psíquico insoportable”
pero que carecen de alguna enfermedad, puedan recibir prácticas eutanásicas.
Esta es una cuestión que en realidad no está cerrada, pero sí que precisa de un
análisis muy riguroso de los casos concretos, ya que se podría aplicar el
argumento de la pendiente resbaladiza. Bolt E., Snijdewind M, Willems D, van der Heide, y Onwuteaka-Philipsen B. Can physicians conceive of performing euthanasia in case of psychiatric disease, dementia or being tired of living? J Med Ethics. 2015;41(8):592-8.
Ramos S. El mito del argumento de
la pendiente resbaladiza en la eutanasia. Formación Médica Continuada. 2015;22(9):497-501.
Para una excelente presentación y argumentación sobre cómo funciona el
argumento, de los peligros que conlleva y las dificultades, véase Cuervo M., Rubio M., Altisent R., Rocafort J. y Gómez M. Investigación cualitativa sobre el concepto de
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No
resulta fácil poder demostrar que en aquellos países donde hay una
despenalización de la eutanasia o el suicidio médicamente asistido el argumento
de la pendiente se cumple o no, al menos a nivel fáctico. Por un lado, el estudio de Van der Heide A, et al., (End-of-life Practices in the
Netherlands Ander the Euthanasia Act. The New England
Journal of Medicine. 2007;356:1957-65) constató que
no hubo ese aumento de peticiones de tales prácticas clínicas, aunque en otros
estudios más recientes, como son los de Snijdewind M., et al. (A Study of the
First Year of the End-of-Life Clinic for Physician-Assisted Dying in the
Netherlands. JAMA Intern
Med. 2015;175(10):1633-40.) y Dierickx S.,
et al., (Comparison of the Expression and
Granting of Requests for Euthanasia in Belgium in 2007 vs 2013. JAMA
Intern Med. 2015;175(10):1703-6.),
sí parece cumplirse dicho aumento.
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