Desde 2002, la legislación belga permite a adultos que padezcan enfermedades terminales o incurables pedir a un médico la administración de la eutanasia. En febrero de 2014, el parlamento belga eliminó el requisito de ser adulto para pedir la aplicación de la ley, y se generó un escándalo.
El mes pasado, por vez primera, un menor de edad pidió y recibió la eutanasia; como era de prever, las protestas se reavivaron. El cardenal Elio Sgreccia dijo por Radio Vaticano que la ley belga niega a los niños el derecho a la vida. Pero las circunstancias del caso, y el hecho de que pasaron dos años y medio antes de que ocurriera, demuestran lo contrario: la ley belga respeta el derecho a la vida y, en circunstancias cuidadosamente definidas, el derecho a morir.
Si bien la legislación belga ya no contiene requisitos de edad específicos (a diferencia de la ley holandesa, que permite a los médicos administrar la eutanasia a menores que lo soliciten sólo si tienen al menos doce años de edad), sí exige que el solicitante tenga capacidad demostrable para la toma de decisiones racional. Esto en la práctica excluye del alcance de la ley a los niños muy pequeños. El pedido debe ser examinado por un equipo de médicos y un psiquiatra o psicólogo, y debe contar con la aprobación de los padres del menor. Este debe encontrarse en una “situación médica desesperada de sufrimiento constante e insoportable, que no pueda aliviarse y que causará la muerte en poco tiempo”.
Al anunciar el primer uso de la ley por parte de un menor de edad, Wim Distelmans (director de la comisión federal belga sobre la eutanasia) señaló que la cuestión de la eutanasia infantil se plantea muy raras veces, y añadió que esto no justifica negar una muerte digna a quienes la pidan y cumplan los estrictos requisitos de la ley.
Aunque al principio no se dieron detalles sobre la identidad del menor, más tarde se reveló que él o ella tenía diecisiete años, con lo que también hubiera podido recibir la eutanasia en Holanda.
Si en respuesta al caso el cardenal Sgreccia hubiera dicho que la ley belga niega que los niños tengan un deber de vivir, tal vez habría iniciado un debate útil, que hubiera aclarado las diferencias entre quienes creen que existe ese deber y quienes no. Tomás de Aquino (todavía una figura influyente en la tradición católica) pensaba que tenemos el deber de no poner fin a nuestra vida, porque hacerlo es pecar contra Dios.
A modo de ejemplo, trazaba una analogía entre poner fin a la propia vida y matar a un esclavo ajeno, lo que constituiría “pecar contra el dueño del esclavo”. Dejando a un lado la grosera insensibilidad de la analogía, es evidente que este argumento no ofrece razones contra el suicidio a quienes no creen en la existencia de un dios. E incluso a los teístas les costará comprender por qué una deidad benevolente querría que un moribundo siga vivo hasta el último momento posible, sin importar la gravedad del dolor, el malestar o la pérdida de dignidad que eso pueda ocasionarle.
Pero hay otro motivo por el que incluso el cardenal Sgreccia podría dudar de que exista un deber de vivir. Hace mucho que la Iglesia Católica acepta que los médicos y los pacientes no están obligados a mantener todos los medios de apoyo vital independientemente de la situación o el pronóstico del paciente.
En hospitales católicos de todo el mundo, se retiran respiradores y otras formas de apoyo vital cuando se juzga que el padecimiento de continuar el tratamiento es “desproporcionado” respecto de los beneficios esperables. Eso es clara indicación de que si existe un deber de vivir, está supeditado a que los beneficios de seguir viviendo superen los padecimientos del tratamiento. Los pacientes que piden la eutanasia juzgan que los beneficios de seguir viviendo no superan el padecimiento del tratamiento (o el padecimiento de seguir viviendo, con o sin tratamiento).
Pero un derecho no es lo mismo que un deber. Tengo derecho a la libertad de expresión, pero puedo permanecer callado. Tengo derecho a conservar mis órganos, pero puedo donar un riñón a un pariente, amigo o total desconocido que sufra insuficiencia renal. El derecho me da un poder de elección: puedo elegir ejercerlo o renunciar a él.
Los límites etarios siempre son hasta cierto punto arbitrarios. La edad cronológica y la edad mental pueden ser diferentes. Hay ciertas actividades comunes a muchas personas, en las que un límite de edad mental puede ser pertinente: por ejemplo, votar, sacar licencia de conducir y tener relaciones sexuales. Pero sería muy difícil tratar de determinar, para cada persona interesada en esas actividades, la capacidad de comprender lo que está implícito en votar, conducir con responsabilidad o dar consentimiento informado para una relación sexual. Por eso usamos la edad cronológica como una indicación aproximada de la capacidad mental pertinente.
Pero el caso de los menores que piden la eutanasia es distinto. Si la cantidad de quienes reúnen los requisitos de la ley es tan pequeña que en Bélgica hubo un solo caso en los últimos dos años, no es difícil llevar a cabo una investigación exhaustiva de la capacidad de esos pacientes para hacer el pedido.
Por eso la extensión de la ley belga de eutanasia a menores con capacidad demostrable para la toma racional de decisiones no supone negar a nadie el derecho a vivir. Por el contrario, otorga el derecho de morir a personas que pueden tener motivos razonables para querer ejercerlo.
Traducción: Esteban Flamini
Peter Singer es profesor de bioética en la Universidad de Princeton y profesor laureado de la Universidad de Melbourne. Sus dos últimos libros se titulan One World Now [Un mundo ahora] y Ethics in the Real World [La ética en el mundo real].
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http://www.eldiario.es/zonacritica/licito-otorgar-ninos-derecho-morir_6_568753136.html
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