Las voluntades anticipadas en salud mental. Una cuestión de
ética, derecho y medicina[1]
Sergio Ramos Pozón
Doctor en Filosofía. Máster en Bioética. Universidad de
Barcelona
Ramos S. Las voluntades anticipadas en salud mental.
Una cuestión de ética, derecho y medicina. La Revista de
Responsabilidad Médica. 2015,
Septiembre: 70-86. ISSN: 2254-786X.
http://www.defensamedica.org/
Resumen
Este artículo tiene como objetivo el análisis del documento
de voluntades anticipadas (DVA) cuando es aplicado al ámbito de la salud
mental. Tres van a ser los pilares en los que vamos a enfocar el estudio.
Primero, se va a justificar éticamente la necesidad de aplicar el DVA al ámbito
psiquiátrico. Segundo, se expone cuál es el marco legal que ampara el respeto
por dicho documento. Y, por último, se analizan cuál es el contenido y utilidad
clínica del DVA.
1.- Introducción
Es bien sabido que la antigua relación asistencial estaba
basada en un paternalismo que relegaba las decisiones a los profesionales. Esa
relación médico-paciente se definía por la tendencia a buscar el mayor
beneficio y la evitación de cualquier tipo de daño para el paciente; el
problema reside, sin embargo, en que se tomaba como única referencia los
criterios del médico.
De manera simplificada, la relación paternalista puede ser
resumida con las siguientes características (Méndez V. y Silveira H., 2007:65):
1. Superioridad del médico sobre el paciente, la cual queda
establecida en una relación asimétrica y vertical que autoriza al médico a
decidir sobre todas las actuaciones clínicas.
2. Predominio de la idea de beneficencia en la organización de
la relación asistencial. El deber del profesional radica en asegurar que el
paciente no resulte perjudicado, siendo, entonces, objeto de cualquier
intervención necesaria para la recuperación de su bienestar.
3. Obediencia incondicional del paciente.
4. Restricción de la información subministrada al paciente. Esta
tiene que ser la estrictamente necesaria para la recuperación de su salud, pues
el médico no tiene ninguna obligación de ser claro en ese aspecto, ni tan
siquiera veraz.
No obstante, en las
últimas décadas, esta estructura ha sufrido un vuelco hacia el respeto y la
introducción del paciente en la toma de decisiones, dejando a un segundo plano
los criterios estrictamente médicos y los valores de los profesionales.
Actualmente, los principios de autonomía y dignidad rigen el modelo, el
consentimiento informado, la planificación anticipada de las decisiones y el
documento de voluntades anticipadas (DVA) vienen a significar la
ejemplificación de ese cambio de paradigma (Ramos S., y Robles B., 2015).
Ciertamente, y sobre
todo desde la introducción en nuestro país de la Ley de autonomía en el año 2002, el DVA ha ido adquiriendo un mayor
calado entre los pacientes. Los últimos datos sobre los DVA registrados en
España calculan que hay registrados unos 180000 documentos, siendo Catalunya la
que mayor proporción tiene, unos 53.000 (Departament de Salut, 2014), lo cual
señala un progresivo entusiasmo por su aplicabilidad. Sin embargo, la realidad
es que aún falta mucha información sobre ello, tanto entre los pacientes como
entre los profesionales. Esto es algo que se denuncia y se reclama
constantemente e incluso se ha recogido en los últimos años a nivel empírico
(Champer A., et al., 2010; Toro R., et al., 2013; Contreras E., et al., 2014;
Busquets J., et al., 2015; Fajardo M., et al., 2015).
Pero si hay un desconocimiento,
a nivel general, del DVA, aún es menos conocido cuando es aplicado a otros
contextos que no son los tradicionalmente enfocados, es decir, aquellos que
hacen alusión al proceso de final de la vida.
Otra posible
aplicación es la de implantar el documento en el ámbito psiquiátrico. En muchos
países es una realidad instaurada de manera más o menos normalizada en el
sistema de salud mental, aunque ciertamente está siendo tímidamente aplicado en
los hospitales. La experiencia de su introducción en los hospitales (McQuistion
H., Gupta A., y Palmgren S., 2014) aún denota algunas reticencias vinculadas a
la educación de los profesionales, a la dificultad de tener una plantilla estandarizada del documento,
la dificultad de entablar una conversación con el paciente sobre esta temática,
los problemas de hallar personas cercanas a los pacientes que hagan de puente
entre los profesionales y los deseos del paciente, o los inconvenientes de
garantizar que los deseos de la persona sean respetados en todo el área de
salud –y no sólo en el propio hospital.
Esta realidad es aún
peor en nuestro país, pues hay un total desconocimiento en este entorno e
incluso muchas reticencias de su aplicabilidad. Así pues, nuestro objetivo
reside en esbozar algunas cuestiones éticas, legales y médicas de por qué es
precisa su introducción en el campo de la salud mental.
2.- Los principios de la bioética
Es asumido que las acciones autónomas se analizan en
relación a sus agentes, los cuales han de actuar intencionadamente, con
conocimiento y sin influencias externas que le puedan condicionar y/o
determinar el acto. Respetar a un agente autónomo implica, como mínimo, asumir
que esta persona tiene unas opiniones, y que puede elegir y realizar actos que
están fundamentados en sus valores y creencias. Los elementos básicos que
reflejan el respeto por la autonomía de los pacientes son el consentimiento
informado y el DVA. Esto puede ser un proceso difícil en aquellos casos en los
que el paciente es incompetente para la toma de decisiones, como es el caso de
la enfermedad mental. Pero los estudios empíricos (Adams J., et al., 2007;
El-Wakeel, et al., 2003; y Hamann J., et al., 2007, 2008 y 2011) muestran que
estos pacientes desean tener un rol activo y participativo en la toma de
decisiones, ya que quieren conocer mejor el tratamiento farmacológico y sus
reacciones adversas. En particular quieren consensuar cambios de tratamientos
y/o de las dosis psicofarmacológicas o conocer si existen otro tipo de fármacos
con menos reacciones adversas.
Pero incluso en esos casos, ha de ser una obligación moral
respetar la autonomía de las personas, también las que tienen enfermedades
mentales. Ahora bien, una cosa es el respeto por la autonomía y otra, muy
distinta, el respeto por la decisión
particular. Toda persona tiene el derecho a que se respete su decisión, y
que así quede reflejado en un DVA, pero no todas las decisiones pueden ser
recogidas en el DVA. Tenemos la
obligación de respetar a las personas e intentar que éstas ejerzan su derecho a
la autonomía responsablemente. En
este sentido, incluso en pacientes psiquiátricos, hemos de partir de que tienen
opiniones, que pueden elegir y realizar actos que están fundamentados en sus
valores y creencias; y posteriormente tendremos que revisar qué opina y, sobre
todo, cómo lo manifiesta. En ocasiones, los pacientes rechazan tratamientos
eficaces porque no son bien informados, porque desconocen que lo necesitan,
etc. Y aquí, precisamente, son los profesionales los que tienen la obligación
moral de “hacer autónomos y competentes” a sus pacientes. Por lo tanto, ha de
ser una obligación moral el intentar que formen parte del proceso asistencial,
siempre y cuando ellos quieran, lo cual pasa por un buen proceso informativo y
una ayuda para la redacción del DVA. El objetivo, adicionalmente, es que
manifiesten qué entiende el paciente por calidad de vida.
La figura del representante va a significar decisiva para
que se respete la decisión del paciente en los casos de incompetencia. Y es que
el problema está cuando los pacientes tienen problemas intrínsecos de su
patología que les incapacitan para decidir y que obligan a que se tenga que
compaginar autonomía y paternalismo. En efecto, hay pacientes psiquiátricos que
cronifican los síntomas, limitando, o anulando, su autonomía en función del
deterioro de la patología. Ejemplo de ello son las demencias. Por otro lado,
también hay pacientes que tendrán limitada su autonomía pero sólo
periódicamente. Ejemplo de ello son los pacientes con psicosis en situaciones
agudas. En cualquier caso, hemos de presuponer que podrán participar en la
decisión a tomar, salvo en casos severos, y a raíz de ahí entablar un diálogo
para ver hasta dónde se puede respetar su autonomía. En dicho diálogo la
persona tendrá que verbalizar cuáles son sus decisiones y deseos, momento
preciso en el que se tiene que valorar la competencia.
Uno de los principales objetivo de la valoración es
verificar hasta qué punto se puede introducir al paciente en la decisión, pues
las decisiones imprudentes, las no informadas, las decisiones por parte de
personas no cualificadas para decidir por sí mismas, etc., pueden acarrearle
algún tipo de daño. Y es que en algunos casos, el principio de autonomía
tendría que pasar a segundo plano.
Así pues, hay que velar también por el cumplimiento del
principio de no-maleficencia, el cual puede ser enmarcado en dos contextos. Por
un lado, hemos de evitar cualquier tipo de actitud violenta sea auto o
heteroagresiva. Ante una recidiva o un cuadro psicótico, un paciente puede
actuar violentamente y agredir a otro o asimismo. En tales casos, hay que
prevenir esa conducta mediante algún tipo de contención (farmacológica,
mecánica, etc.) o llevar a cabo medidas en contra de su voluntad (ingreso
involuntario, tratamiento ambulatorio involuntario, etc.). Por otro lado, este
principio ético también tiene que ser aplicado y respetado por los
profesionales. Privar, injustificadamente, del derecho a la autonomía de los
pacientes supone un daño moral pues se está obstaculizando o impidiendo que se
lleven a cabo intereses. Del mismo modo, no realizando un buen consentimiento
informado o no respetando un DVA conllevan la privación de la autonomía.
También resulta un daño las conductas paternalistas que no están justificadas y
que infantilizan a los pacientes psiquiátricos, incapacitándoles para la toma
de decisiones sólo por tener una enfermedad mental. Otra conducta, habitual, es
la de estigmatizar y discriminar a las personas en base a su diagnóstico
clínico, lo cual está atentando directamente contra la dignidad y la
integridad.
Por lo tanto, en la elaboración de un DVA se tendría que
tener en cuenta la posibilidad de que en un ingreso hospitalario se puedan
llevar a cabo medidas coercitivas, de manera que el paciente tendría que
anticipar su decisión sobre estos hechos. Además, si éste realiza el DVA, no
tendría que haber conductas paternalistas que les infantilicen puesto que
aunque en algún momento del ingreso el paciente no sea competente, esto no
significa que no se tenga que respetar su decisión competente reflejada en el
DVA.
Ese respeto por la decisión autónoma no es una cuestión
meramente ética, sino que también tiene unas repercusiones positivas clínicas
en la mejora de la relación asistencial. Así, el principio de beneficencia
también ha de ser revisado en este contexto.
En cuanto al DVA, la aceptación de fármacos concretos tiene
resultados terapéuticos positivos (Ramos S., y Román B., 2014): está demostrado
que la libre elección del tratamiento, el conocimiento de sus
contraindicaciones y la importancia de su seguimiento supone una mejor
adherencia farmacológica y una reducción del número de recidivas. Y es que la
aceptación del tratamiento conlleva una motivación para su seguimiento y el
cumplimiento terapéutico tiene unos resultados positivos para el bienestar
físico y psicológico del paciente. Por otro lado, también se sabe que la no
adherencia a los fármacos está asociada al tratamiento ambulatorio y a un peor
curso clínico (La Fond J., y Srebnik D., 2002; Srebnik D., et al., 2005;
Rittmannsberger H., et al., 2004; Hamann J., et al., 2005, y Swanson J., et
al., 2006).
Además de estos beneficios que giran, principalmente, en
torno al paciente, la propia elaboración de un DVA lleva implícito unas
connotaciones sobre el principio de justicia, pues se trata de una obligación
ético-legal el fomento y el respeto por las personas. La relación asistencial
ha de estar guiada por los deseos y preferencias del paciente, y no los de los
profesionales. Y es de justicia que así sea.
Un respeto por esas opiniones puede permitir que haya un
ahorro en gasto sanitario, ya que los pacientes tienden a solicitar que no se
les prolongue la vida más allá de lo razonable, lo cual conlleva un ahorro
sanitario (Siurana J., 2005:49). Respecto a los pacientes con enfermedades
mentales, los que padecen demencia pueden responder al perfil de personas que
no quieren alargar su vida innecesariamente. Esa decisión sobre futuros
tratamientos, fundamentados en qué entiende la persona por calidad de vida,
hace que no se impongan tratamientos indeseados, lo cual puede reducir también
la aplicación de medidas terapéuticas.
En cualquier caso, siempre ha de prevalecer el respeto por
la dignidad del paciente y los cánones de buena praxis, antes que el deseo de
reducción del gasto sanitario o las intenciones de los profesionales sobre
“buenas o malas” decisiones.
Pero no se trata sólo de una cuestión meramente ética, sino
también es un asunto legal, un derecho de los pacientes y una obligación de los
profesionales. Por un lado, tenemos códigos deontológicos y, por otro, leyes
que avalan su aplicabilidad. Veámoslo.
3.- Códigos deontológicos y leyes nacionales e
internacionales
Como comentan Morlans
M., et al. (2014), el Código de
Deontología Médica significa una autorregulación que el Estado reconoce a
las profesiones médicas. Son ‘deberes privados’ porque se ciñen a un colectivo
específico, médicos, que responden al compromiso social de llevar a cabo la
tarea profesional de manera excelente; sin embargo, sólo obligan a los miembros
de este colectivo que pertenecen al colegio profesional. En Cataluña el Codi de Deontologia también supone ese
decálogo de deberes primordiales.
Tanto en uno como en otro se hace alusión al DVA y a su
obligación ético-legal de respetarlo. Ahora bien, resulta curioso que en los
dos se enmarque bajo el epígrafe referente a los procesos de final de la vida, pues, como intentamos defender en
este trabajo, también se puede aplicar a otros contextos durante la vida. El Código de Deontología Médica, en el artículo 5
que tiene como objeto especificar los principios generales, constata que
“la
profesión médica está al servicio del ser humano y de la sociedad. Respetar la
vida humana, la dignidad de la persona y el cuidado de la salud del individuo y
de la comunidad son los deberes primordiales del médico”.
Pero en esta obligación de respeto se tendrían que examinar
otros tipos de objetivos tales como promover, mantener o restablecer la salud
de las personas, así como intentar disminuir el dolor o sufrimiento derivado de
una patología. Y esto ha de procurarse teniendo en cuenta que las cuestiones
vinculadas a la salud son de carácter bio-psico-social (Codi de Deontologia, art. 1).
Pues bien, en este
entramado de derechos, obligaciones y objetivos se enmarca el DVA, pues la
finalidad es ese respeto por la persona y la mejora de la salud o alivio del
sufrimiento[2]. Este derecho queda recogido en el artículo 36(4) del Código de Deontología Médica, que
establece lo siguiente:
“el médico está obligado a atender las peticiones del
paciente reflejadas en el documento de voluntades anticipadas, a no ser que
vayan contra la buena práctica médica”.
Resulta un gran problema definir buena praxis médica. En ocasiones se considera que buena praxis es aquello que está
registrado en los protocolos o en los artículos científicos; sin embargo, lo
que verdaderamente es buena praxis ha de estar enmarcado dentro de aquellas
decisiones clínicas que tienen como referencia las pruebas, la evidencia, pero
que también considera la decisión de
una persona autónoma y competente sobre la aceptación o rechazo de un plan
terapéutico. Más aún, no contemplar su decisión podría ser considerado como mala praxis aunque esté fundamentado en
pruebas objetivas o tratamientos indicados.
Esta cuestión también la ha constatado Núria Terribas (2006)
al señalar que solicitar
que las decisiones sean acordes a la lex artis puede confundirse con
aquello que el médico considere qué es buena praxis, de manera que es
preferible entender por “buena praxis” lo consensuado en protocolos o guías de
especialidad, junto con la opinión del paciente o representante. Ahora bien, es
muy difícil que coincida la voluntad del paciente con la exacta situación
clínica. Por esta razón, la figura del representante va a tener un papel
crucial a la hora de interpretar los deseos del paciente, pues son éstos los
que han de regir la toma de decisiones y no los de los profesionales.
Sea como fuere, ese fomento por la autonomía y la evitación
de imposición de valores profesionales es lo que promueve el artículo 9(1) del
Código de Deontología Médica, a saber: “el médico respetará las convicciones de
sus pacientes y se abstendrá de imponerles las propias”. Y este deber ha de ser
ligado con el artículo 12 referente a la obligación del médico de respetar el
derecho del paciente a decidir libremente, una vez haya sido informado, sobre
las diversas opciones clínicas. Esto incluye el respeto de aquellas decisiones
de rechazo de tratamiento, sea total o parcial, tanto de pruebas diagnósticas
como de tratamiento. No obstante, dicha decisión ha de ser respetada si el
paciente tiene 16 años o más, y en el caso de tener menos su participación irá
acorde al grado de madurez (menor maduro) (artículo 14).
Pero no se trata sólo de un deber recogido en los códigos
deontológicos, sino también en la normativa jurídica. Por esta razón, a
continuación examinamos algunas leyes nacionales e internacionales para mostrar
que el DVA es una cuestión también
legal.
En nuestro país, el derecho a poder realizar un DVA y de que los
profesionales lo respeten queda recogido por la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, art. 11.
1.
Por el documento de instrucciones previas, una persona mayor de edad, capaz y
libre, manifiesta anticipadamente su voluntad, con objeto de que ésta se cumpla
en el momento en que llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sea capaz
de expresarlos personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud
o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de los
órganos del mismo. El otorgante del documento puede designar, además, un
representante para que, llegado el caso, sirva como interlocutor suyo con el
médico o el equipo sanitario para procurar el cumplimiento de las instrucciones
previas.
Es interesante señalar la
posibilidad de que el otorgante tenga el derecho de dejar anotado un
representante como interlocutor válido. En este mismo artículo, 11(3), se
establece que las instrucciones recogidas no podrán ser contrarias al
ordenamiento jurídico ni a la lex artis.
Núria Terribas (2006) sostiene que la obligación de no ser contrarias al
ordenamiento jurídico viene a obedecer al deseo de evitar la inclusión de
petición de eutanasia.
Pero aunque esta ley es la que da
cobertura jurídica en el territorio español al DVA, también disponemos de una
fuerte normativa jurídica internacional (Atkinson J., 2007) que nos
puede servir de inspiración para futuras leyes, tanto específicas a la salud
mental como a otros contextos, si se considera oportuno. A continuación
examinamos sólo algunas de ellas.
El Convenio de Oviedo (1997) tiene
como finalidad proteger a las personas en su dignidad e identidad, garantizando
el respeto por su integridad y libertades fundamentales en relación a las
aplicaciones de la biología y la medicina. Se estipula que cada intervención
médica ha de tener el consentimiento informado del paciente. En ese intento de
respeto por la persona se recoge el artículo 9, que regula los DVA.
Serán
tomados en consideración los deseos expresados anteriormente con respecto a una
intervención médica por un paciente que, en el momento de la intervención, no
se encuentre en situación de expresar su voluntad.
Pero en la normativa jurídica internacional también hallamos
leyes más específicas al ámbito de la salud mental. En efecto, en Inglaterra y
Wales, por ejemplo, la Mental Capacity
Act (2005), en las secciones 24-27, se contempla la posibilidad de llevar a
cabo el proceso de anticipación de la voluntad. Se especifica, incluso, que si
la persona tiene competencia suficiente puede revocar en cualquier momento su
propio DVA. Se acuerda, asimismo, que no se aplicará el DVA si las
circunstancias que allí se especificaron no son las exactas a la situación
clínica, o si hay razones para creer que si la persona hubiera anticipado la
situación actual ésta hubiera anotado otro tipo de decisión.
Es importante apuntar que la Mental Capacity Act opta por un criterio basado en el “best interest”[3] pero que cuenta con la autonomía (valores, creencias,
deseos, etc.) de la persona. Y es interesante este enfoque porque
frecuentemente se asocia mejor interés
con exclusión del paciente en la toma de
decisiones.
En cuanto a los Estados Unidos, muchos de sus estados
disponen de leyes específicas y modelos concretos para facilitar el uso y
aplicación del DVA en salud mental (http://www.nrc-pad.org/). Aquellos que no disponen de normas específicas, como es
el caso de Alabama, se centran en procesos al final de la vida.
En Canadá, diversas regiones disponen de diferentes leyes
sobre salud mental. En Ontorio (Ontorio
Substitute Decisions Act, 1992) y British Columbia (Representation Agreement
Act, 1996) se regulan bajo la forma de Contrato
de Ulises en el que se
acepta la planificación anticipada de la decisión de una persona, sea de
aceptación y/o rechazo de diversos tratamientos; sin embargo, se descarta la
opción de revocabilidad de aquello que se haya pactado.
En Escocia se regula mediante la Mental Health Care (2003), secciones 275 y 276. Queda concretada la
posibilidad de anotar un representante y la posibilidad de revocabilidad del
propio documento, siempre y cuando la persona tenga la competencia suficiente
para la toma de decisiones.
Además de estas normativas específicas de cada país o
estado, cabe destacar la Convención sobre
los derechos de las personas con discapacidad (2006) (CDPD) que viene a significar el primer tratado internacional que defiende los derechos de
este colectivo de personas. Entre los Estados Partes que la ratifican España
forma parte, de manera que se trata de un tratado con carácter vinculante. Es
aceptado que esta Convención no propone derechos “nuevos”, sino que viene a
recoger muchos de los derechos y principios que conforman la legislación en materia
de derechos humanos. Así pues, en los principios generales se constata que se
tiene que asegurar la dignidad, la autonomía, la no discriminación, la igualdad
y la participación plena e inclusión de las personas con discapacidad.
Ciertamente, aunque no se refiere específicamente a
personas con enfermedad mental, sino más bien a personas con discapacidad, en
general, se entiende que los enfermos mentales también tienen cabida en la
definición que se propone de discapacidad. En el artículo 1 se define ‘discapacidad’
del siguiente modo:
Las
personas con discapacidad incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas,
mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con
diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la
sociedad, en igualdad de condiciones con las demás.
Aunque se requiere un
análisis crítico sobre dicha definición, es decir, si la enfermedad mental ha
de entenderse como ‘discapacidad’ o no, esto hace pensar la posibilidad de que
los pacientes con enfermedad mental tengan cabida en esta definición, pues
muchas veces hay patología comórbida[4]. Por ejemplo, muchas personas padecen de deficiencias físicas como en el caso de demencias, intelectuales cuando se trata de retraso
mental asociado, etc.
Pero quizás lo más
problemático es que en salud mental esta definición falla al establecer (y por
tanto discrimina) quiénes han de ser considerados como personas con
discapacidad. Por ejemplo, un paciente con esquizofrenia crónica sería
considerado como con discapacidad porque tiene deficiencias a largo plazo, mientras que una persona
que padezca de un episodio psicótico breve
no lo será. Ambos son cuestiones mentales que inciden en la vida cotidiana,
pero una mala categorización puede excluir de la protección legal a pacientes
no englobados en la definición.
En cualquier caso,
como decíamos, la idea fundamental de la CDPD es promover, proteger y asegurar
la igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales de estas
personas, promoviendo, a su vez, el respeto por la dignidad. Y, especialmente,
en el artículo 12 se estipula el Igual
reconocimiento como persona ante la ley (2014), que protege aún más ese
respeto por las personas y la igualdad. La Convención
aboga por la necesidad de basarnos en un modelo de atención que promueva el
‘soporte a las decisiones’ y no en el hecho de ‘decidir por ellas’.
Ciertamente, la ley
asegura la igualdad ya que se centra en la participación plena de la persona.
Ahora bien, reconociendo que no siempre la persona es autónoma, se estipula que
los Estados partes asegurarán “salvaguardias” adecuadas y efectivas para evitar
abusos. Aunque esto tampoco es definido, la bibliografía (Then S., 2013; y Pathare S., y
Shields L., 2012) ha adoptado varios
enfoques que en salud mental han sido centrados en la toma de decisiones
compartidas (Ramos S., 2012), las voluntades anticipadas o la planificación
anticipada de decisiones (Ramos S., y Robles B., 2015).
En definitiva, la cuestión sobre el DVA queda regulada
por una fuerte normativa jurídica, nacional e internacional. Pese a que cada
país o estado tiene su propia regulación, se comparte la idea de que se trata
de un derecho de las personas, independientemente de si tiene una enfermedad mental
o no.
Pues bien, aunque se trata de un derecho regulado, su
aplicabilidad varía notablemente en función del contexto clínico específico.
Así pues, este documento tiene diferencias notorias con respecto al tradicional
enfoque, pues en salud mental el proceso está centrado “durante la vida” y no
“al final de la vida”; aunque también hay semejanzas como es el hecho de que el
paciente tenga el derecho a dejar anotada su voluntad y especificar un
representante, y que su decisión se respete para cuando no pueda expresarla por
sí mismo (Ramos S., y Román B., 2014).
4.-
El contenido y la utilidad clínica
Uno de los aspectos cruciales del DVA es su contenido y su utilidad. Pese a que vamos teniendo un mayor conocimiento de estos
datos, todos los estudios indican la necesidad de seguir realizando más
investigaciones, tanto cualitativas como cuantitativas (Maître E., et al.,
2013). Y un modo de ayudar a conocer con mayor profundidad estas cuestiones
puede ser realizando hipotéticas viñetas sobre
el estado médico y la salud mental para intentar identificar preferencias sobre
el tratamiento (medicación contra su voluntad; intervenciones de carácter
urgente; medicación rechazada por el paciente pero que podría ser de gran
ayuda; y aplicación de terapia electroconvulsiva en contra de su voluntad), lo
cual puede además a ayudar a realizar con mayor consistencia el DVA (Van
Citters A., Naido U., y Foti M., 2007).
Un enfoque tradicional es el de evaluar el DVA en
aquellas situaciones al final de la vida, aunque no es frecuente analizarlo en
pacientes con enfermedades mentales (Foti M., et al., 2005). En este tipo de
pacientes lo normal es enfocarlo al proceso durante
la vida. Una cuestión constante en todos los DVA es la de aceptar o
rechazar un tratamiento médico, principalmente algún tipo de medicación
psiquiátrica.
El estudio de Wilder Ch., et al. (2010) analiza cuáles
son los tratamientos elegidos de 123 personas con enfermedades mentales graves,
en un período de 12 meses. Los resultados muestran que la medicación más
solicitada son: valproate (25%), risperidona (20%), olanzapina (17%) y
benzotropine y quetiapina (ambos 15%), mientras que los tratamientos
farmacológicos más rechazados son: haloperidol (24%), litio (23%),
clorpromazina (17%).
Gracias a este estudio sabemos que el uso del DVA puede
incrementar la participación de los pacientes en la toma de decisiones sobre la
elección de un tratamiento farmacológico y, consiguientemente, tener una mayor
adherencia farmacológica. La necesidad de tener una buena adherencia
farmacológica resulta imprescindible para ir hacia la recuperación de la
persona, hasta el punto de que los estudios empíricos constatan que la carencia
de ello supone una de las principales razones de readmisión hospitalaria
(Rittmannsberger H., et al. 2004).
La investigación llevada por Srebnik D., et al. (2005)
también muestra datos referentes a la elección o rechazo de fármacos. En dicho
estudio, se analiza la opinión de 106 personas con enfermedades mentales y se
llega a la conclusión de que éstos prefieren los tratamientos antidepresivos (54%),
los antipsicóticos de segunda generación (53%), los fármacos anticonvulsivos
(32%) y los ansiolíticos (19%), mientras que muestran reticencias y rechazo a
los antipsicóticos de primera generación (35%), a los estabilizadores del humor
(15%), a los antidepresivos (15%) y a los anticonvulsivos (11%). Las razones
más frecuentes para no desear estos tipos de fármacos son sus efectos
negativos, el sentirse dopados, padecer insomnio y la incapacidad para poder
llevar a cabo actividades de la vida cotidiana. Es importante anotar que una
gran parte de los pacientes rechazan el tratamiento electroconvulsivo (TEC)
(72%). En el estudio de Reilly J., y Atkinson J. (2010), el TEC también es el
más rechazado junto con cualquier tipo de medicamentos depot. En cuanto al fármaco, los más rechazados son clozapina (9%)
y risperidona (7%).
Pese a que muchos profesionales tienen preocupaciones por el
hecho de que los pacientes pudiesen dejar anotados en el DVA el rechazo a todos los fármacos[5], los estudios empíricos no demuestran que así suceda
frecuentemente. Aunque
es posible un caso de rechazo absoluto, los pacientes no suelen rechazar todos los fármacos (Backlar P., et al., 2001;
Swanson J., et al., 2006; Elbogen
E., et al., 2007).
En el estudio de Srebnik D., et al. (2005) sólo dos personas decidieron
oponerse a todos los fármacos.
Srebnik D., et al. (2005)
definen la utilidad clínica como
aquellas instrucciones específicas que son fiables, útiles y consistentes con
lo que se considera buena praxis, pero que aquellas indicaciones de rechazo de
todo tipo de medicación no son consistentes con esos cánones de buena praxis, aunque estas pueden ser aplicables. Esto
indica que, aunque sería éticamente lícito tal rechazo, no sería una buena
estrategia terapéutica, razón por la cual no sería aconsejable desde un punto
de vista clínico.
Es también motivo de elección o rechazo otro tipo de
decisiones referentes a la hospitalización. Srebnik D., et al. (2005) constatan que
los pacientes desean modos alternativos a la hospitalización (68%). Algunas
anotaciones fueron los deseos de tener a alguien a quien llamar en caso de
crisis (42%), quedarse en su domicilio mientras ocurre la recidiva (42%), etc.
La principal razón que aluden los pacientes a la hora de rechazar el régimen
hospitalario, entre otras, son la pobre calidad del cuidado (29%) o el hecho de
no sentirse respetados por los profesionales (21%).
Incluso en régimen
hospitalario, los pacientes también quieren tener control sobre la situación
clínica. Teniendo en cuenta que muchas veces las visitas no son bien toleradas
por los pacientes, en ocasiones pueden
pedir, expresamente, que no acuda algún familiar o amigo y, al contrario, que
durante el ingreso se contacte con alguien en particular. Puede darse el caso,
incluso, que se otorgue a esa persona de interés el cuidado de algún familiar
dependiente, de una mascota… Otra cuestión a que se suele aludir son las
preferencias o rechazos sobre la dieta (Srebnik D., y La Fond., 1999; y Srebnik D., et al., 2005).
El hecho de que los pacientes puedan tomar el control
sobre su propia situación clínica en momentos de incompetencia, también tiene
unos efectos positivos en la propia persona. Los pacientes que elaboran un DVA,
y éste es respetado, se sienten más satisfechos con ellos mismos al considerar empoderados (Nicaise P., et al., 2013;
Elbogen E., et al., 2007; Kim et al., 2007; O’Connel M., y Stein Ch., 2005;
Srebnik D., y Brodoff L., 2003). Backlar P, et
al. (2001) constataron que los pacientes que habían realizado el DVA estaban
más satisfechos al sentirse más protegidos por saber que, en momentos de mayor
vulnerabilidad, serían ellos los que tomarían las decisiones y no el equipo
médico. Saber que habrá respeto por su voluntad también tiene un componente
positivo al reducir la sensación de estar recibiendo un tratamiento
coercitivamente, por lo que será más fácil una colaboración durante el proceso.
A su vez, si la persona considera que su voluntad no es respetada, apreciará
este hecho como una injusticia y una exclusión, que redundará en una
disminución del seguimiento terapéutico (La Fond J y Srebnik D., 2002).
El uso del DVA no reduce únicamente el “sentimiento” de
coerción, sino también el uso de medidas coercitivas, como requerir de los
servicios policiales, en ocasiones esposándolo, para la evaluación de su
competencia; contención mecánica; medicación obligatoria… En efecto, si hay una
mayor participación y colaboración en la relación asistencial es posible una
reducción de algunas de estas medidas restrictivas. Si hay confianza entre
equipo médico y paciente, los clínicos podrían ayudar a reducir esas
intervenciones coercitivas e incluso el período de ingreso involuntario.
Ahora bien, aunque sí hay una disminución de dichas medidas,
los datos referentes a la “evitación” de futuros ingresos cuando el DVA ha sido
llevado a cabo no demuestran unas conclusiones más o menos fiables. El estudio
de Papageorgiou A., et al. (2002) analiza a 156 personas (79 habían elaborado
el documento, mientras que 77 conformaban el grupo control) para ver qué
impacto tenía su aplicación. No obstante, el proyecto demuestra que no hay una
diferencia significativa en el número de ingresos hospitalarios ni
readmisiones, ni el número de días hospitalizados o la satisfacción con el
servicio prestado por los profesionales durante su estancia.
Es interesante anotar las posibles razones que aluden los
autores para explicar los motivos. Sostienen que hay una carencia en el
conocimiento del impacto del DVA que podría estar motivado por varias razones.
Puede ser que los pacientes no sepan qué beneficios conlleva el DVA; por el
hecho de que los profesionales hayan sido incapaces de aplicar e introducir el
documento en la práctica; debido a que algunas instrucciones específicas no
fueron aplicadas correctamente (por ejemplo, deseo de permanecer en una
habitación aisladamente, debido a la carencia de recursos); o simplemente
porque durante los 12 meses que duró el estudio la consciencia de haber
realizado el DVA y de su necesidad de invocar y respetarlo se fue diluyendo.
Ahora bien, la literatura sí que ha detectado algunas
“estrategias” para que haya un mayor respeto por su aplicación y fomento de la
autonomía del paciente. Se sabe que si hay constancia de un representante en el
DVA, éste puede consentir que se dé un cierto tratamiento, si es preciso, con
el que evitar un ingreso involuntario (Tonelli M., 2002).
Además, hay más posibilidad de que haya un respeto por la voluntad del paciente
cuando en el DVA se ha dejado constancia de un representante al que acudir (Srebnik D., et al., 2005; y Srebnik
D., y Russo J., 2007 y 2008). En cuanto a la elección del representante, el
estudio de Nicaise P., et al. (2013) muestra, a su vez, que muchos pacientes
escogieron para tal figura representativa a su propio médico. No obstante, los
propios autores se percatan que este hecho podría conllevar conflictos en la
relación asistencial, específicamente en aquellas situaciones en las que el
paciente rechace un tratamiento médico que estuviese indicado para su situación
clínica.
En cualquier caso, parece claro que la introducción del
paciente en la toma de decisiones va a tener unas repercusiones positivas a
nivel clínico. El DVA también tiene la utilidad de tener repercusiones tanto en
la recuperación de la persona como en la mejora asistencial (Nicaise P., et
al., 2013). En efecto, la aceptación y deseo de algún tipo de fármaco tiene
resultados terapéuticos positivos. Está demostrado que la libre elección del
tratamiento, el conocimiento de sus contraindicaciones y la importancia de su
seguimiento, tienen una mejora en la adherencia farmacológica y una reducción
del número de recidivas. Y es que la elección del tratamiento conlleva una
motivación para su seguimiento y este cumplimento terapéutico tiene unos resultados
positivos para el bienestar físico y psicológico del paciente. Por otro lado,
también se sabe que la no adherencia a los fármacos está asociada al
tratamiento involuntario y a un peor curso clínico (Swanson J, et al., 2006;
Srebnik D., et al. 2005; La Fond J. y Srebnik D., 2002; Rittmannsberger H., et
al., 2004; Hamann J. et al., 2005).
De estos datos, se llega a un consenso en el que la
autonomía es un valor imprescindible en el proceso del DVA, pero resulta aún
más importante una buena alianza terapéutica, en el que los afectados
(paciente, profesionales, familia, etc.) jugarán un papel crucial en la mejora
y coordinación de los cuidados (Nicaise P., et al., 2015).
5.-
Conclusiones
Tradicionalmente, el documento de voluntades anticipadas ha
estado enfocado de manera exclusiva al ámbito de final de la vida. Aunque esa orientación es de suma importancia, no
tendríamos que encasillarnos en ella. Si lo que queremos es respetar la voluntad
y preferencia de los pacientes para cuando ellos no puedan decidir, tendríamos
que hacer un esfuerzo considerable y aplicarlo a todas aquellas situaciones en
las que se aventure una incompetencia para la toma de decisiones.
Se ha demostrado, pues, que este cambio de paradigma viene a
significar un mayor respeto por la persona. El DVA aplicado a la salud mental
viene a ayudar a instaurar un nuevo tipo de psiquiatría, lo que en otro lugar
hemos denominado psiquiatría crítica (Ramos
S., 2015), y que es la constatación de unos fundamentos teórico-prácticos
subyacentes. Se trata, por lo tanto, de una psiquiatría que esté basada en
hechos y valores, que tenga en cuenta al paciente en la toma de decisiones,
pero que no olvide los derechos y obligaciones tanto de los profesionales como
de los pacientes. Que busque el mayor beneficio para el paciente, pero con el
paciente, concibiéndolo como persona, desde una perspectiva bio-psico-social,
en el que la recuperación sea una meta, y la autonomía un camino, así como la
evitación y supresión del estigma y la discriminación (Ramos S., 2013). Que se
base, por lo tanto, en la calidad de vida de las personas (Ramos S., 2014).
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[1] Este artículo se inserta en el proyecto de
beca de investigación recibido por la Fundació Victor Grífols i Lucas
(Barcelona) sobre el documento de voluntades anticipadas en salud mental (2014).
[2] Vale la pena recordar los Fines de la Medicina del Hastings Center
(2007), pues a fin de cuentas son las tesis que en el fondo se replantean ambos
códigos deontológicos, a saber: 1) la
prevención de enfermedades y lesiones, y la promoción y la conservación de la
salud; 2) el alivio del dolor y el
sufrimiento causados por males; 3) la
atención y la curación de los enfermos y los cuidados a los incurables; y
4) la evitación de la muerte prematura y
la busca de una muerte tranquila.
[3] En el apartado 1(1) así se estipula: An act done, or decision made, under this
Act for or on behalf of a person who lacks capacity must be done, or made, in
his best interests. Está centrado en
pacientes que tienen incompetencia para la toma de decisiones debido a una
patología “cerebral” o de la “mente”. En el
apartado 2(1) así se establece: For the purposes of this Act, a person lacks capacity in relation to a
matter if at the material time he is unable to make a decision for himself in
relation to the matter because of an impairment of, or a disturbance in the
functioning of, the mind or brain. El modo en el que se evalúa la competencia (sección
3(1)), está regido por criterios funcionales, siguiendo muy de cerca los
criterios del McCAT-T de Grisso T. y Appelbaum P. (1998), que evalúan la comprensión de la información, retención de la información, ponderación de los pros y contras, y comunicación de una decisión.
[4] Es interesante el estudio llevado a cabo por la Junta de Andalucía
(2012) sobre los derechos humanos de las personas con trastornos mentales
graves en el marco de la Convención, pues no sólo hace una introducción a la
Convención sino que también constata, con gran acierto, algunas cuestiones
clínicas que vienen a significar una vulneración de los derechos e incluso se
definen medidas, tanto globales como específicas, para garantizar que se
cumplen dichos derechos.
[5] Este fue el caso Hargrave v. Vermont
en el año 1999. Nancy Hardgrave, una mujer con esquizofrenia, había
realizado su DVA rechazando todo tipo de medicación psiquiátrica. Un análisis
del caso se encuentra en Appelbaum P. (2004).